Salí sin avisar del libro de mi maestro. Bajé a la planta 3ª (de la Biblioteca) y regresé a mi mesa, la 4090, con una traducción del estudio de Oakeshott: La política de la fe y la política del escepticismo (FCE, México 1998). Se trata de la edición póstuma de un texto mecanoscrito al que le falta una página, la 36 del capítulo V, que el editor no encontró en los papeles del muerto.
Seguramente me aprovecharé bien de él en mi trabajo, pero todavía no lo sé. Me he quedado en las primeras páginas de la introducción del editor, el Doctor Timothy Fuller, supongo, de quien sé que tiene buenos amigos o jefes poderosos en el Colorado College y la Roosevelt University. Véanse como prueba los agradecimientos a Owen, Robert, Carol, Elmer y Stuart.
El Doctor Fuller nos cuenta que nadie entre los colaboradores de Oakeshott, ni siquiera la señora Shirley Letwin, recompensada en las últimas voluntades del propio Oakeshott con carpetas y papeles con los que podía hacer "lo que juzgara conveniente", sabía de la existencia de esta obra. La ignorancia alcanzó un punto en el que "dos estudiosos conocedores de su obra, que revisaron este manuscrito para la Yale University Press, se sorprendieron ante lo inesperado de su aparición". Lo cierto es que el misterio de esos papeles, hoy felizmente publicados, sigue en pie.
Es costumbre que los lectores y comentaristas de Oakeshott aludan a todo tipo de razones que pudieran empujar al profesor Oakeshott a no publicar no sólo este libro, sino también, al parecer, muchos otros escritos.
Tal vez se sentía insatisfecho, argumenta el Doctor Fuller. O no tenía tiempo. Quién sabe si le costaba trabajo recordar donde guardaba lo que escribía. ¿Qué diría el Doctor Fuller si un día se descrubriera que la asistenta le escondía los manuscritos? Me malicio que ni siquiera esta revelación le mudaría el criterio a un hombre de ideas fijas como el Doctor Fuller: "Oakeshott era lo bastante ambicioso para escribir ensayos de importancia perdurable... pero no mostraba ninguna de las ambiciones características de los académicos... no tenía ninguna urgencia -como hoy se ve tanto- por publicar todo lo que escribía".
Seguramente me aprovecharé bien de él en mi trabajo, pero todavía no lo sé. Me he quedado en las primeras páginas de la introducción del editor, el Doctor Timothy Fuller, supongo, de quien sé que tiene buenos amigos o jefes poderosos en el Colorado College y la Roosevelt University. Véanse como prueba los agradecimientos a Owen, Robert, Carol, Elmer y Stuart.
El Doctor Fuller nos cuenta que nadie entre los colaboradores de Oakeshott, ni siquiera la señora Shirley Letwin, recompensada en las últimas voluntades del propio Oakeshott con carpetas y papeles con los que podía hacer "lo que juzgara conveniente", sabía de la existencia de esta obra. La ignorancia alcanzó un punto en el que "dos estudiosos conocedores de su obra, que revisaron este manuscrito para la Yale University Press, se sorprendieron ante lo inesperado de su aparición". Lo cierto es que el misterio de esos papeles, hoy felizmente publicados, sigue en pie.
Es costumbre que los lectores y comentaristas de Oakeshott aludan a todo tipo de razones que pudieran empujar al profesor Oakeshott a no publicar no sólo este libro, sino también, al parecer, muchos otros escritos.
Tal vez se sentía insatisfecho, argumenta el Doctor Fuller. O no tenía tiempo. Quién sabe si le costaba trabajo recordar donde guardaba lo que escribía. ¿Qué diría el Doctor Fuller si un día se descrubriera que la asistenta le escondía los manuscritos? Me malicio que ni siquiera esta revelación le mudaría el criterio a un hombre de ideas fijas como el Doctor Fuller: "Oakeshott era lo bastante ambicioso para escribir ensayos de importancia perdurable... pero no mostraba ninguna de las ambiciones características de los académicos... no tenía ninguna urgencia -como hoy se ve tanto- por publicar todo lo que escribía".
Cómo no imaginarse a MO, en su mesa de trabajo, repitiendo esta oración:
Señor,
no tardes,
libérame de mi prisa.
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