He visto muchas veces las manos toscas de mi padre operar los injertos de los frutales de hueso, en chapa o en escudo, con una precisión de orfebre. Parece sencillo, pero no lo es. Lo veo sentado a horcajadas sobre el leve caballón seccionando las mejores yemas. No sé si un cirujano tendría mejor pulso. Hendida la corteza del tallo vivo, transfiere delicadamente la chapa, quedando la protuberancia, finalmente, reatada con una cinta de plástico transparente. De sus centenares de injertos los únicos que se han perdido han sido los que yo, a sus espaldas, he manipulado cuando niño.
Pero no le pidas que le saque a su nieta la magdalena del envoltorio. Las costuras del celofán son para él casi inexpugnables.
Es el milagro de las segundas naturalezas, el habitus, que tanto tiene que ver con lo que Hannah Arendt llama labor en su libro sobre La acción humana, o con las meditaciones de Josef Pieper sobre el trabajo del hombre en El ocio y la vida intelectual. La ascética protestante del trabajo como vocación (Beruf) y su ritualización mundana conducen ya a otra cosa: a la proletarización de toda labor, a la transformación de esta en mera profesión o dedicación superficial.
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