El Conde de Ruiseñada prologó y pagó de su pecunio Monarquía, de Sir Charles Petrie. Regaló la edición a los propagandistas de la monarquía tradicional de Acción Española. No puedo asegurarlo, pero fue tal vez Eugenio Vegas el traductor de la obra publicada en inglés (Monarchy) dos años antes, en 1932. Más seguro estoy de su capacidad de convicción, pues consiguió que el Conde accediera a gastarse un buen dinero en la operación ruinosa de mandar imprimir un libro.
Sir Charles Petrie no se paró en barras al expresar su admiración por Mussolini, la figura más grande del siglo XX, no por casualidad un monárquico convencido. En contraste con su personalidad, al autor le parecen poca cosas los caudillos republicanos, tan pequeñoburgueses, producto de esa clase social "mezquina":
A hombres que sólo estarían a sus anchas pesando una onza de queso o midiendo un litro de vino se les requiere para decidir sobre los problemas del valle del Danubio o las intrincadas cuestiones entre la plata y el oro.
Después de la Guerra, ese monumento del pensamiento conservador que es la Biblioteca del Pensamiento Actual publicó en 1956 un nuevo libro de Sir Charles Petrie: La monarquía del siglo XX. Le puso prólogo a la traducción de Carmen Gutiérrez (mujer del filósofo Rafael Gambra) todo un carácter: el General Jorge Vigón. Menos contundente este libro (Monarchy in the Twentieth Century) que el anterior, pues resulta más moderado en fondo y expresión, se agradece sin embargo la dolora del General Vigón.
Despúes de una irónica finta: puesto que el Estado es una creación de la sociedad, en el orden puramente teórico de las cosas lógicas, sería preciso resolver el problema social, para que, luego, la sociedad constituida resolviese el problema político, la conclusión socarrona y cuartelera del oficial ilustrado: notoriamente esto no es posible, claro está, porque no hay sociedad.
Haya más o menos sociedad, viene a decir Vigón, en España no arde más cera de legitimidad que la del 18 de julio. Por eso le molesta que quienes no estuvieron allí, manifiesten un decidido empeño en aleccionarnos acerca del contenido ideológico de aquella fecha.
El dardo apunta, como tantas veces, a Don Pedro Laín y a aquellos arrogantes intelectuales que creen que unas cuartillas suyas publicadas en cualquier revista con algún empaque tipográfico le dan más derecho a opinar que si hubiera ganado el sólo la batalla del Ebro.
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