En el Occidente cristiano la política es un gran animalario. Deambulan por sus géneros la abeja laboriosa, la taimada culebra, el zorro ladino, el poderoso león y el águila real. En las Empresas políticas de Saavedra Fajardo, que siempre tengo cerca, hay también, además de todos esos, puercoespines, cigüeñas, osos y papagayos. Perros ladradores y rapaces que digieren el hierro. Muchos más son los animales que parlan en las fábulas de La Fontaine, canon literario de un género que, en realidad, trasciende la intencionalidad política.
Desde Esopo a Orwell, pasando por Mandeville, las conductas animales han servido para ilustrar los vicios y las virtudes del animal político. Probablemente, los modelos de este género, como los espejos de príncipes, que conocieron gran desarrollo a partir de Plutarco, llegaron de Oriente, después de las conquistas de Alejandro. La alteración sufrida por los patrones originales, aun siendo lógica, resulta fascinante.
La política hindú, racionalizada en los Arthasastra, tratados del gobierno, ofrece un paisaje totalmente diferente, poblado de elefantes y vacas, pero también de los seres acuáticos. Nuestra ley de la selva o nuestra lucha lobuna de todos contra todos es en la India arcaica la ley de los peces, lo que parece, si cabe, más cruel y fatalista. Hay también en esos tratados serpientes, pero de ellas sólo preocupan sus virtudes venenosas y cómo defenderse de ellas. Tortugas. Y cangrejos, especie que le sirve a un príncipe del ingenio político, Kautilya, para prevenir a los reyes contra sus propios hijos: los príncipes, escribe el poderoso valido de Chandragupta, "son de la misma naturaleza que los congrejos, que devoran a sus progenitores".
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