Tiene cada libro su propio destino. A él pertenecemos como lectores, incapaces de dar razón no ya de la afinidad, sino del mismo encuentro.
Aconsejado por el dermatólogo, muy convincente y tremendista en sus explicaciones, debo buscar un sombrero que ponga tasa a la radiación del sol en mi cabeza. Ello supone, en un pueblo como el de mi mujer, un grave problema de estética y discreción.
Esta tarde, después de recoger a Jimena, he ido caminando, buscando ya las sombras de los balcones, como si fuera agosto, a la sombrerería del puerto. Al pasar por Capitanía, que visité hace muchos años, treinta justos, cuando se fraguaba en mi una frustrada vocación militar alimentada de películas como Botón de ancla y Cateto a babor, me he fijado en el callejón que delimita el edificio por el Este: Calle del comandante Villamartín.
Catalogo a Villamartín, intuitivamente, como un intelectual de los cuartos de banderas. Sigo mi camino. Llego. Me explico y me dan a probar de casi todos los modelos. Rechazo muchos, pero aún así sobreabundan las posibilidades, por lo que tendré que meditar mi elección. Y volver varias veces a la tienda los próximos días. Esto lo doy por seguro. Creo que uno se juega mucho al calarse un sombrero.
A medio camino entro en una librería. Una chica que no podría decir si venía de merendar opíparamente o de sudar tinta en un gimnasio pregunta por un libro. La dueña del negocio, a voz en cuello, interroga a su empleada: ¿Nos quedan kamasutras de bolsillo? La otra quiere que se la trague la tierra. Viéndose perdida se acerca a la caja, donde esperan dos padres de familia (uno de ellos soy yo), buscando la respetabilidad que, a juzgar por su cara, no tiene su kamasutra de bolsillo y sí nuestros libros (siempre según la interfecta).
El caso es que yo esperaba mi turno para pagar El progreso del arte militar en sus analogías con el progreso de la sociedad, de Francisco Villamartín, una edición muy sencilla, algo deslucida en la portada, de dos capítulos de sus Nociones del arte militar. Se imprimió en la ciudad en 1968. Cuánto tiempo, amigo.
2 comentarios:
Excelente entrada: una anécdota sostenida en el tiempo y varias categorías. Me quito, ejem, el sombrero.
Querido Enrique, te agradezco que te asomes a esta ventana, a pesar de los encargos y el insomnio con aforismos.
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