Quien escribe se proscribe. He aquí otra regla de la prudencia política, en este caso consejo de consejeros, más que de príncipes.
Quienes escriben con olímpica superioridad sobre los errores y la inmoralidad de los colaboracionistas son unos miserables que viven de explotar la culpa de los otros.
El maestro Han Fei, que caminó por la vía del dolor en el siglo III antes de Cristo, conocía los "peligros del discurso", capítulo tercero del libro I de El Tao del Príncipe, título de la traducción francesa (El arte de la gobernación en la alemana, y el El arte de la política en la española, en donde al correlindes de Han Fei le presentan como un anacrónico defensor del imperio de la ley y el Estado de derecho).
El avisado Han Fei, que sabía que ni el más sabio de los príncipes se deja aconsejar francamente, tenía noticias de un marqués de Yi, que fue asado; del consejero Kouei, salado y puesto a secar; del noble Pi-kan, a quien le arrancaron el corazón; y del desventurado Mei Po, marinado en salmuera.
Qué parco provecho sacó Han Fei de sus meditaciones. Enviado por un príncipe de la dinastía Han a parlamentar con su enemigo, un príncipe del reino rival de Ts'in, admirador este último de su obra, fue denunciado por agente doble. Encarcelado, fue obligado a suicidarse.
El historiador de los Han, al escribir la biografía de Han Fei se sorprende de que el autor de los advertidos pasajes de "Peligros del discurso" no hubiese sido capaz de ponerse a salvo en la tribulación. Curiosamente, tampoco sirvieron de mucho sus lecturas al historiador de marras, Se-ma Ts'ien, condenado por su emperador a la pena de castración por su vibrante alegato a favor de un general vencido y pasado al enemigo
No hay comentarios:
Publicar un comentario