Decía Pérez Serrano, dueño de una prosa ática, orden dórico -pues jónico era el de Fernández de la Mora y más bien corintio el orteguiano-, que "el examen es un acto contrario a la naturaleza". La demostración no parece difícil, pues lo natural es que quien no sabe una cosa la pregunte a quien la sepa, pero cuando de exámenes se trata es quien sabe una cosa el que la pregunta al inesciente. Visto así, no se me ocurre quién podrá salvar la denostada institución académica, por mucho que lo que ahora se llaman pruebas de competencia no se parezcan en nada a la temible "prueba sorbónica", trance interrogatorio en la universidad de París que nunca duraba menos de 10 horas.
Antes de rendirme a lo que parece tan evidente llega en mi auxlio, como en otros lances homólogos, Álvaro d'Ors. Su argumento es ya definitivo. No sólo porque en la práctica el examen viene a ser como "el tapón que impide que se pierda el preciado licor de la docencia". Todavía más sencillo. Se trata de un escolio de la teoría dorsiana de la auctoritas: el profesor pregunta porque puede, tiene potestas. Y esta potestad la tiene no por se funcionario o porque le proteja o, en su caso, le desampare el Código penal, sino porque antes, durante el curso, ha sabido dar respuestas: el profesor responde porque sabe, porque, en suma, tiene auctoritas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario