Subido a hombros de Saavedra Fajardo y con el pen-drive cargado de los mejores emblemas de sus Empresas políticas intervine en la sesión sabatina de un curso para la formación de líderes locales. Aunque siempre tengo un ojo encima de todo lo saavedriano, repasar las empresas del príncipe cristiano, las soberbias Fama nocet, Subir o bajar y tantas otras, me ha valido el delicioso convite de volver a las páginas que Don Diego, en su gran obra publicada por primera vez en 1640, dirige "Al lector".
Ni una coma le sobra al extraordinario envío que así arranca:
En la trabajosa ociosidad de mis continuos viajes por Alemania y por otras provincias pensé en esas cien Empresas, que forman la Idea de un Príncipe Político-Cristiano, escribiendo en las posadas lo que había discurrido entre mi por el camino.
Más de treinta años al servicio de la monarquía. Nápoles, Roma, Suiza, Mónaco de Baviera, Franco-condado de Borgoña y, al fin, Münster, en donde se agotaron, frisando ya en los sesenta años, sus últimas esperanzas en una pacificación del Imperio que salvara del desastre a la monarquía española. En esa circunstancia, por otro lado tan adecuada para los lances literarios, le recordaba José María de Areilza en un artículo que publicó en el ABC del 2 de septiembre de 1969: "Europa loca". La segunda oportunidad concedida a ese pasaje se puede encontrar también en Cien artículos, una antología en las Ediciones de la Revista de Occidente (1971). Lo apunto porque esa evocación de las amenidades del viejo Saavedra, como la de Rodrigo Fernández-Cavajal en otra ocasión, resulta un juguete muy grato.
Saavedra, bien conocido por los europeos cultos de su tiempo, debió llamar la atención de sus interlocutores, los otros negociadores de la paz de Westfalia: franceses, holandeses, suecos, bávaros. Sabiéndose derrotado antes de empezar la partida, en la que fue cuestionada incluso la validez de su plenipotencia, se entretuvo redactando la Corona gótica, un alegato a favor de la remota comunidad de intereses entre el Rey de las Españas, depositario de la herencia de los godos, y la realeza sueca, que Saavedra emparenta con los germanos romanizados que invadieron Hispania y establecieron su capital en Toledo.
También en Corona gótica se descubre el más personal designio del probo funcionario de la corona, nunca premiado con arreglo a sus méritos. ¿O pasaremos por alto que destacando tantos por muy parcos servicios, el severo diplomático únicamente recibirá el hábito de Santiago y un sillón en el Consejo de Indias? Con esas patentes y algún que otro tósigo para colocar a su sobrino esperó los ultrajes de la muerte en el retiro de su celda conventual de los Agustinos Recoletos.
Nada angustiaba más a Saavedra Fajardo que la malversación de sus noticias sobre la condición humana en general y la política en particular, atesoradas en sus expuestos viajes por Europa. Por eso confiesa que "no querría que se perdiesen conmigo las experiencias adquiridas en treinta y cuatro años".
Ni una coma le sobra al extraordinario envío que así arranca:
En la trabajosa ociosidad de mis continuos viajes por Alemania y por otras provincias pensé en esas cien Empresas, que forman la Idea de un Príncipe Político-Cristiano, escribiendo en las posadas lo que había discurrido entre mi por el camino.
Más de treinta años al servicio de la monarquía. Nápoles, Roma, Suiza, Mónaco de Baviera, Franco-condado de Borgoña y, al fin, Münster, en donde se agotaron, frisando ya en los sesenta años, sus últimas esperanzas en una pacificación del Imperio que salvara del desastre a la monarquía española. En esa circunstancia, por otro lado tan adecuada para los lances literarios, le recordaba José María de Areilza en un artículo que publicó en el ABC del 2 de septiembre de 1969: "Europa loca". La segunda oportunidad concedida a ese pasaje se puede encontrar también en Cien artículos, una antología en las Ediciones de la Revista de Occidente (1971). Lo apunto porque esa evocación de las amenidades del viejo Saavedra, como la de Rodrigo Fernández-Cavajal en otra ocasión, resulta un juguete muy grato.
Saavedra, bien conocido por los europeos cultos de su tiempo, debió llamar la atención de sus interlocutores, los otros negociadores de la paz de Westfalia: franceses, holandeses, suecos, bávaros. Sabiéndose derrotado antes de empezar la partida, en la que fue cuestionada incluso la validez de su plenipotencia, se entretuvo redactando la Corona gótica, un alegato a favor de la remota comunidad de intereses entre el Rey de las Españas, depositario de la herencia de los godos, y la realeza sueca, que Saavedra emparenta con los germanos romanizados que invadieron Hispania y establecieron su capital en Toledo.
También en Corona gótica se descubre el más personal designio del probo funcionario de la corona, nunca premiado con arreglo a sus méritos. ¿O pasaremos por alto que destacando tantos por muy parcos servicios, el severo diplomático únicamente recibirá el hábito de Santiago y un sillón en el Consejo de Indias? Con esas patentes y algún que otro tósigo para colocar a su sobrino esperó los ultrajes de la muerte en el retiro de su celda conventual de los Agustinos Recoletos.
Nada angustiaba más a Saavedra Fajardo que la malversación de sus noticias sobre la condición humana en general y la política en particular, atesoradas en sus expuestos viajes por Europa. Por eso confiesa que "no querría que se perdiesen conmigo las experiencias adquiridas en treinta y cuatro años".
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