"En Barcelona mató la murria al nene Pilí". Este diagnóstico telúrico de mi padre sobre un conocido suyo o tal vez de mi abuelo, trasplantado a otro suelo en los años cincuenta o sesenta, cuando según el prólogo de la primera edición, la "Nota liminar para hispanos" del Crepúsculo de las ideologías, capado más tarde, España se despereza y se tensa y progresa, me ha acompañado siempre. De vez en cuando me imagino a ese hombre rumiando su infortunio, esperando con avidez la muerte en la ventana de un edificio sin balcones, como otros miles sembrados en España por la contradictoria dictadura katejónica del general Franco. Desansiado de tanto ansiar.
La murria, ese mal que aparentemente mata murcianos, dolencia endémica para la que no rige en realidad el ius solis, sino el jus sanguinis, lo que explica que un murciano muere donde quiere dejarse morir, no tiene una explicación filológica sencilla. Generalmente, los diccionarios velan la parte espiritual o trascendental del problema.
El DRAE apenas si da de la murria una definición sintomática: "Especie de tristeza y cargazón de cabeza que hace andar cabizbajo y melancólico a quien la padece". María Moliner, de misión cultural en Murcia, archiva papeles de la nueva universidad entre 1924 y 1929 y hace fichas para su Diccionario de usos del español; tal vez por eso se acerca más al problema. "Murria", escribe por entonces, es nombre femenino que significa "abatimiento o melancolía" y "murrio" adjetivo que califica a quien "[está] atacado de murria". "Murrio", en el Vocabulario de las hablas murcianas de Diego Ruiz Marín, contiene esta acepción, bastante plana y deslucida para ser una palabra totémica y magnética en la que cabe todo un Volksgeist y toda la identidad regional (como en la cansera y en la risera): "Mustio, decaído de ánimo y salud".
Define la murria sin pretenderlo José Ballester en su novela de 1936 Otoño en la ciudad, en la que los sucesos más energéticos que se relatan son los entierros (pallida mors) en una "ciudad sumergida" y caliginosa en la que nunca llueve, pero en la que se espera y teme la lluvia.
Florentina, novia del protagonista, José María, joven afectado por una cansera crónica que sin embargo simula activismo, muere lejos de Murcia, pero en ella quiere ser enterrada, "pobre puñadico de gleba que va hacia el fin de su éxodo". Se llama Florentina, como la santa novocartaginesa, pero tiene un alma pagana y sueña con alimentar las raíces de los árboles, desvanecerse como las pomporicas del río que se rompen en la piedra de Matamoreno. Me parece que el inefable Ballester, preocupado por los gorriones, no habla claramente sobre esa muerte, la más importante de toda la literatura murciana: sugiere más bien que se trata de unas fiebres, como otro podría decir de calentura, de una tosesica o de un dolor miserere, pero la verdad es que Florentina se muere de murria.
Si alguien da con la tecla de la murria es precisamente Vicente Medina, con muchos debes en su poética -borrones como sus poemas rijosos-, pero poeta verdadero. En "Murria", el poema que cierra la primera serie de sus Aires murcianos (1898), habla del "mal que acora" a quien está lejos de su tierra:
Medina presta su minerva a un desgraciado, "malico del pecho", a muchas jornadas de su roal. Solo le quedan ansias para volver a su casa. Le tortura el recuerdo de las alábegas que alfombran el huerto de su madre y las cántaras colgadas debajo de la parra:
Lo que le duele es morirse tan lejos sumido en un "sueño mortal".
Al gallego y al portugués, que tienen un alma mole y sensible, como la de otros moradores de las riberas boreales atlánticas, la morrinha y la saudade les ayudan a vivir lejos de la tierra natal. Al murciano, en cambio, que se ve negro y tiene alma agarena, la murria es lo que le ayuda a morir, como al nene Pilí.
Define la murria sin pretenderlo José Ballester en su novela de 1936 Otoño en la ciudad, en la que los sucesos más energéticos que se relatan son los entierros (pallida mors) en una "ciudad sumergida" y caliginosa en la que nunca llueve, pero en la que se espera y teme la lluvia.
Florentina, novia del protagonista, José María, joven afectado por una cansera crónica que sin embargo simula activismo, muere lejos de Murcia, pero en ella quiere ser enterrada, "pobre puñadico de gleba que va hacia el fin de su éxodo". Se llama Florentina, como la santa novocartaginesa, pero tiene un alma pagana y sueña con alimentar las raíces de los árboles, desvanecerse como las pomporicas del río que se rompen en la piedra de Matamoreno. Me parece que el inefable Ballester, preocupado por los gorriones, no habla claramente sobre esa muerte, la más importante de toda la literatura murciana: sugiere más bien que se trata de unas fiebres, como otro podría decir de calentura, de una tosesica o de un dolor miserere, pero la verdad es que Florentina se muere de murria.
Si alguien da con la tecla de la murria es precisamente Vicente Medina, con muchos debes en su poética -borrones como sus poemas rijosos-, pero poeta verdadero. En "Murria", el poema que cierra la primera serie de sus Aires murcianos (1898), habla del "mal que acora" a quien está lejos de su tierra:
¡Y, de hallarme tan lejos, la murria
me corca y me mata!
Medina presta su minerva a un desgraciado, "malico del pecho", a muchas jornadas de su roal. Solo le quedan ansias para volver a su casa. Le tortura el recuerdo de las alábegas que alfombran el huerto de su madre y las cántaras colgadas debajo de la parra:
¡que gotica a gotica tresmanan!...
Lo que le duele es morirse tan lejos sumido en un "sueño mortal".
Al gallego y al portugués, que tienen un alma mole y sensible, como la de otros moradores de las riberas boreales atlánticas, la morrinha y la saudade les ayudan a vivir lejos de la tierra natal. Al murciano, en cambio, que se ve negro y tiene alma agarena, la murria es lo que le ayuda a morir, como al nene Pilí.
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