El mal de Bélgica es el mal de Europa. Una enfermedad del espíritu.
Unos sujetos con pasaporte tal vez francés o belga atentan en París y en Bruselas. Francia primero y ahora Bélgica responden con la policía del aire y atacan posiciones en un desierto de Oriente Medio. Política desconcertada, ayuna de rigor, que no tiene lo que hay que tener: un over-all strategic concept.
Dentro de unos siglos, los historiadores, esos desenvueltos escritores que razonan fríamente sobre los miles de muertos del peaje que se cobra la Historia, dirán algo así, en la nota a pie de página de un parágrafo secundario dedicado al desplome europeo que comienza en 1898 con la expulsión de los españoles del hemisferio occidental: "Los europeos", dirán, pues si no se puede distinguir entre un francés, un italiano o un portugués, menos todavía se podría separar a un francés de un belga en un epítome de la historia universal, "bombardean remotas ciudades en la eterna Babilonia. Pero la proporción de enemigos en todas ellas es acusadamente menor que la existente en ciertos poblachones y grandes urbes de Europa (primer cuarto del siglo XXI)".
La jurisprudencia francesa ha proscrito la expresión français de souche (francés de estirpe, de estirpe europea, se entiende, en cuya línea no hay camelleros que se limpiaran el culo con puñados de tierra), de modo que esos terroristas musulmanes, según jueces intrépidos, son tan franceses como la pucela de Orleáns.
Al mismo tiempo, la prensa y los políticos revenidos, sobrepasados por los acontecimientos, juran que el enemigo a batir es el "terrorismo". Lo cual tiene tan poco sentido como declarar que la "infantería de marina" o las "minas contrapersonal" son los enemigos de Europa.
El terrorismo solo es un medio. Un arma de los pobres, como la demografía. Esta es la tenaza que oprime a Europa.
Si el enemigo de Europa tiene un rostro es el de la guerra civil, el de la quinta columna de San Juan de Molenbeek..