El conservador, dice Oakeshott, no se caracteriza por tener una doctrina, sino por una actitud. Lo argumenta en La actitud conservadora (Sequitut 2009). Tener un punto de vista escéptico sobre el gobierno es lo que le hace singular y le asemeja a un hombre que nada contracorriente a quien todo el mundo ignora, pero "no porque sea falso lo que dice, sino porque sus palabras resultan irrelevantes" (p. 58).
Yo le encuentro dos limitaciones a su "actitud", que en realidad es una doctrina: la primera es relativismo, la segunda un cierto desprecio por la política.
Tiene razón Oakeshott cuando en "Política de la fe y política del escepticismo" recalca que el gobierno no debe tener la pretensión de hacer mejores a los hombres, pero ¿es necesario por ello afirmar que el gobierno debe ser indiferente a la verdad o al error? Esto es posible, tal vez, sólo en sociedades con un profundo sentido de lo político... Lo que sin embargo no parece fácil compaginar con su idea subalterna de la política, tan próxima a la idea orteguiana de lo político como "piel" de lo demás.
El conservadurismo de Oakeshott le da la espalda al tiempo político por excelencia: la situación de excepción.
Pero Oakeshott no engaña a nadie: "No nos interesa saber si [la actitud conservadora] puede ser conveniente en otras circunstancias", escribe como conclusión (p. 93). Le da igual si ser conservador a su modo "con respecto al gobierno sería igualmente pertinente en las circunstancias de un pueblo abatido, perezoso o sin iniciativa", al cual sólo le cabe resignarse a convertirse en objeto de la historia.
Este imaginativo del desastre me parece hoy, más bien, un señorito abúlico.
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