El odio a los muertos y a las tumbas que maternalmente les acogen, parrticularmente cuando, quedando sólo de ellos la memoria, se les trata acervamente como enemigos, es manifestación de una personalidad tortuosa y envilecida. Muy abundante, por cierto, entre la gente política halbgebieldet o "a medio formar" (eso precisamente decía de Hitler el Solitario de San Casciano).
Pero la remoción de cadáveres es tan antigua, al menos, como la afición de los seres humanos a guardarlos y cuidarse de ellos en todo tipo de sepulturas y urnas cinerarias. Tenerlo presente, como tema de todas las épocas, puede darnos el sosiego necesario para poner en su justo lugar una conducta en la que se acusa la cobardía de quienes la inspiran e incentivan.
No estoy aludiendo al Valle de los Caídos, pues como digo, se trata de un tema de todo tiempo.
En la misma correspondencia de Díez del Corral que estoy espigando estos días, el historiador de las ideas y las formas políticas se despide así de su correspondiente:
Y hasta pronto, en Madrid, junto a Donoso, Goya y Zurbarán que vimos hace unos años en sus tumbas y en sus cuadros. No nos quedarán muchas por ver porque este país, en guerra civil permanente, es fiero hasta con las tumbas. ¡Hay menos que en Berlín!
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