Del palacio de Sada, casa natal de Fernando de Aragón, en Sos del Rey católico, me llevé como recuerdo una edición de El mundo visto a los ochenta años, del arterioesclerótico, según su propio verbo, Ramón y Cajal. Su actualidad (problema catalán) se impone y aún trasciende del estilo literario de un hombre de la restauración que escribía "mónita", criticaba con desenvoltura el pesimismo de Spengler y conocía y apreciaba el Genio de España de Giménez Caballero. Los tónicos de la voluntad me inflamó el espíritu un verano caliginoso y eso no se olvida.
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Casi al mismo tiempo, mientras un tiempo otoñal suspende nuestra proyectada excursión a San Juan de la Peña y al castillo de Loarre y me hace añorar las solaneras murcianas, he leído Rafael Calvo Serer y el grupo Arbor, de Onésimo Díaz Hernández, publicado en 2008. Se ve que Calvo, como seguramente le llamaría Franco, aficionado también a los apellidos, como el General Primo de Rivera, no estuvo en el sitio adecuado para ejecutar su política de cultura desde arriba. José María Albareda, un científico íntegro y de moralidad intachable, secretario del CSIC, frenó con discreta mano izquierda la politización de Arbor y del Departamento de Culturas modernas que obsesionaba a Calvo Serer y que a él no le debieron parecer oportunas. El libro de Díaz Hernández, en la estela de otras historias culturales del franquismo (Gonzalo Redondo, Álvaro Ferrary), cuando menos por el tratamiento de las fuentes y el trabajo en el Archivo General de la Universidad de Navarra, es una obra de mérito.
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